Se pensaría que las normas son la mejor solución para garantizar que las cosas funcionen, evitar riesgos y estandarizar el buen servicio que se quiere prestar. Creo que son útiles pero ¿qué pasa cuando es la norma, precisamente, la que contradice aquello para lo cual fue creada?
Hace algunos años, regresando de Caracas a Medellín, luego de trabajar con un grupo en esa bella ciudad, la aerolínea en que viajaba tenía escala en Ciudad de Panamá.
Terminado el primer trayecto, en transferencia, me presenté a la puerta para abordar el siguiente vuelo. Con sorpresa encontré que no estaba autorizada para abordar porque no se registraba mi salida de Venezuela. Le mostré el tiquete a la persona encargada pero, según ella, el sistema decía que yo no había viajado. Le pregunté si servía de prueba que yo estuviera allí, de carne y hueso, y que no conocía otra forma de llegar a Panamá diferente al avión que había tomado y del cual tenía el tiquete. Nada, no hubo forma, para ella yo no estaba porque el sistema no me reportaba, por lo tanto no podía abordar el avión.
Como era de esperarse, perdí el vuelo. Solo dos horas después y gracias a otra persona que sí pudo verme y considerar que hubo un error en el sistema, me permitieron salir en un vuelo más tarde.
Es interesante ver cómo algunos procesos, controles o procedimientos, apagan el sentido común. La empleada siguió las reglas tan al pie de la letra que no pudo actuar con sentido común ante una contradicción evidente.
Me pregunto qué pasaría si, además de entrenar a las personas en el cumplimiento de las normas, las empresas conversaran con ellas sobre el sentido de las mismas entrenando, más allá de la obediencia, la capacidad reflexiva de sus colaboradores.
Hablamos de autogestión, autonomía, capacidad de tomar decisiones… siempre y cuando se haga lo que “está escrito”, lo que no se salga de “lo establecido”, en otras palabras, mientras se haga lo que “yo quiero”, es decir, lo que el líder quiere, cerrando la escucha a otras posibilidades y condenando a las personas a obedecer sin sentido o por temor a una represalia.
¿Te ha pasado algo similar?, ¿una situación en la que la norma sin capacidad reflexiva anule el sentido común?
Cuéntamela en los comentarios y sigamos explorando otras formas de alcanzar los objetivos donde el sentido común no sea el ausente de los sentidos.
Andrés Felipe Quiceno Castrillón
Esto me recuerda lo absurda que resulta la norma en ocasiones, pues cuando pensamos solo en la inmediatez de un resultado estamos muy propensos a un fracaso; como pasa con la norma de las bolsas que se deben usar para recoger la mierxx que deja un perro en el parque, y la cultura del dueño que lo recoge no alcanza para llevársela y darle una debida disposición, y a cambio dejan la bolsa llena junto a un árbol; entonces ya no tenemos solo la mierxx, sino también muchas bolsas deteriorando el entorno y generando contaminación. En fin, normas que muchas veces solo benefician a unos pocos.
Claudia Ontibón
Gracias Andrés por el ejemplo que traes. Se crea una norma (recoger la mierxx en bolsas plásticas) sin considerar el impacto más amplio de la misma. Para resolver el problema de esas bolsas acumuladas en las calles, haría falta otra norma (por ejemplo, obligar a poner canecas de basura en todas partes). Y como esa norma nueva seguro no resuelve el problema, toca crear otra más, y seguir así, de norma en norma, tratando de que la gente haga lo que se espera.
El otro camino parece más difícil, pero seguro más efectivo, y tiene que ver con la consciencia personal y colectiva, con darnos cuenta del impacto que generamos con nuestras acciones y asumir con responsabilidad nuestro rol en la co creación del mundo en el que queremos vivir, con mayor bienestar para todos.
Gracias por tu comentario.